Por: Perro
No es el
cansancio, ni el hartazgo, ni la insufrible cotidianeidad que a fuerza de ser
constante hipnotiza. No es desidia, ni desagrado, ni es flojera, acaso. No es
miedo o respeto alguno por la página en blanco, por la base vacía, por la
carpeta a medio revisar. Podría pensar que la cantidad obscena, insalubre,
ridícula de pendientes, podría ser la explicación para mi apatía. Pero no. Ni
siquiera es falso existencialismo, sensación de vacuidad, o el desgano mortal
producto del entretenimiento pasajero de las masas. Resulta que todo cerebro,
aún acostumbrado a trabajar todo el tiempo, toda la vida, simplemente a veces
decide: no más. Y así como el conductor cansado al que no se debe tentar, y
menos aún, invitar, a continuar su camino, no conviene incrementar la presión a
un cerebro recargado. Nunca se sabe de qué manera va a explotar. No se puede
predecir hacia dónde se dirigirán sus ácidos contenidos y sus tóxicos gases. Si
se fuerza un cerebro, si se le hace perder su liviano equilibrio de fuerzas,
podemos desatar la belleza mortal de una supernova.
No se debe
aumentar la presión a ese caldo delicado en el que se cuecen lentamente las
ideas sobre los conflictos políticos internacionales, la indolencia del
mexicano, los recuerdos de tiempos menos graves, los dolores, los pesares, las
ausencias, las carencias, los excesos, con trozos de resignación que pelean
contra los ideales (reprimidos o no), el agridulce sabor de las escasas
victorias, el peso nebuloso de las derrotas; ese caldo que alberga también
partículas de miles de millones de favores, compromisos, pedidos, refranes,
proyectos, deseos, promesas, sitios por visitar, libros por leer, trabajos por
hacer, días por reposar, deudas por pagar (o adquirir), normas por acatar,
lazos por atar, ataduras por cortar, vicios por disfrutar, caminos en los
cuales perderse y estrellas por contemplar. Conforme pasa el tiempo, se espesa
cada vez más, los elementos iniciales van perdiendo forma hasta quedar inmersos
en un concentrado amorfo con tantos ingredientes que la memoria se atreve a
confundir. En la parte más profunda, más alejada de la luz, se adquiere ese
sabor amargo, a quemado, de los miedos, los “deber-de”, “tener-qué”, las falsas
poses, las auténticas poses, las envidias, los engaños, las mentiras, las
imprecisiones, los errores, las trivialidades que se apoderan de los
pensamientos en el momento definitivo, durante el minuto final, al realizar la
incisión definitiva. Se amasan y acumulan y caramelizan en una costra difícil
de remover, cuyo tamaño, grosor y contenido resulta arduo de estimar. Sólo
sabemos que se componen de la materia sobrecalentada del mismo caldo, todo
aquello que no logró escapar a la fuente de energía de esta olla que llamamos
existencia.
De tanto en
tanto, esta masa arroja aromas y vapores agradables, algún pedazo correctamente
cocinado cuyo sabor y aspecto es resultado de miles de reacciones y la
paciencia para que ocurrieran. Son los menos, por mera entropía. Muchas de las
partículas, trozos, y del mismo caldo, se pierden en las brasas al caer
inevitablemente producto de la incorporación de nuevas partículas, y trozos y
caldo, sin que podamos retenerlas, sin que queramos detenerlas, y sin que
siquiera acertemos a percatarnos de su ausencia. En un vano intento por
controlar lo que se quema y acomodar lo que se cae, el mismo movimiento empuja
por el borde más y más materia amorfa que se vuelve humo, charco, ceniza.
Vivimos por
esos afortunados y menos probables resultados finales agradables. Es por eso
que seguimos pegados a la olla, es por eso que mantenemos vivo el fuego.
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