Thursday, July 17, 2014

Desgaste



Por: Perro

No es el cansancio, ni el hartazgo, ni la insufrible cotidianeidad que a fuerza de ser constante hipnotiza. No es desidia, ni desagrado, ni es flojera, acaso. No es miedo o respeto alguno por la página en blanco, por la base vacía, por la carpeta a medio revisar. Podría pensar que la cantidad obscena, insalubre, ridícula de pendientes, podría ser la explicación para mi apatía. Pero no. Ni siquiera es falso existencialismo, sensación de vacuidad, o el desgano mortal producto del entretenimiento pasajero de las masas. Resulta que todo cerebro, aún acostumbrado a trabajar todo el tiempo, toda la vida, simplemente a veces decide: no más. Y así como el conductor cansado al que no se debe tentar, y menos aún, invitar, a continuar su camino, no conviene incrementar la presión a un cerebro recargado. Nunca se sabe de qué manera va a explotar. No se puede predecir hacia dónde se dirigirán sus ácidos contenidos y sus tóxicos gases. Si se fuerza un cerebro, si se le hace perder su liviano equilibrio de fuerzas, podemos desatar la belleza mortal de una supernova.

No se debe aumentar la presión a ese caldo delicado en el que se cuecen lentamente las ideas sobre los conflictos políticos internacionales, la indolencia del mexicano, los recuerdos de tiempos menos graves, los dolores, los pesares, las ausencias, las carencias, los excesos, con trozos de resignación que pelean contra los ideales (reprimidos o no), el agridulce sabor de las escasas victorias, el peso nebuloso de las derrotas; ese caldo que alberga también partículas de miles de millones de favores, compromisos, pedidos, refranes, proyectos, deseos, promesas, sitios por visitar, libros por leer, trabajos por hacer, días por reposar, deudas por pagar (o adquirir), normas por acatar, lazos por atar, ataduras por cortar, vicios por disfrutar, caminos en los cuales perderse y estrellas por contemplar. Conforme pasa el tiempo, se espesa cada vez más, los elementos iniciales van perdiendo forma hasta quedar inmersos en un concentrado amorfo con tantos ingredientes que la memoria se atreve a confundir. En la parte más profunda, más alejada de la luz, se adquiere ese sabor amargo, a quemado, de los miedos, los “deber-de”, “tener-qué”, las falsas poses, las auténticas poses, las envidias, los engaños, las mentiras, las imprecisiones, los errores, las trivialidades que se apoderan de los pensamientos en el momento definitivo, durante el minuto final, al realizar la incisión definitiva. Se amasan y acumulan y caramelizan en una costra difícil de remover, cuyo tamaño, grosor y contenido resulta arduo de estimar. Sólo sabemos que se componen de la materia sobrecalentada del mismo caldo, todo aquello que no logró escapar a la fuente de energía de esta olla que llamamos existencia.

De tanto en tanto, esta masa arroja aromas y vapores agradables, algún pedazo correctamente cocinado cuyo sabor y aspecto es resultado de miles de reacciones y la paciencia para que ocurrieran. Son los menos, por mera entropía. Muchas de las partículas, trozos, y del mismo caldo, se pierden en las brasas al caer inevitablemente producto de la incorporación de nuevas partículas, y trozos y caldo, sin que podamos retenerlas, sin que queramos detenerlas, y sin que siquiera acertemos a percatarnos de su ausencia. En un vano intento por controlar lo que se quema y acomodar lo que se cae, el mismo movimiento empuja por el borde más y más materia amorfa que se vuelve humo, charco, ceniza.

Vivimos por esos afortunados y menos probables resultados finales agradables. Es por eso que seguimos pegados a la olla, es por eso que mantenemos vivo el fuego.

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