Por: Perro
Antes eran
otros tiempos. “Qué pendejo eres”. Sí, ya sé que suena realmente estúpido. Tú
siempre en pos de la perfección. A veces uno se siente ajeno al mundo. Ajeno a
sus demonios. Ajeno a sus armas y sus sonrisas. A veces uno no es comprendido
cuando se quiere estar acompañado en la soledad, o solo con alguien más. No es
el acto de la soledad un soliloquio, sino a veces una extraña coreografía. Antes era más fácil hacer esa
coreografía. El tiempo ha pasado y ha hecho todo más pesado. La vieja
computadora que conociste aún funciona (increíble después de tantos años, ¿no?).
Los achaques de la vejez me arruinan las mañanas y condenan mi atardecer. Ahora
todo duele: las ausencias, los dolores, las despedidas, las distancias, la
soledad. “Qué pendejo eres”. No, no, no. O sea, sí lo soy, pero no por este
motivo. Lee más despacio. Voy a una velocidad encabronada que poco tiempo deja
para contemplar siquiera el rumbo, ya no digamos el camino recorrido. Las
promesas de mejores canciones se han marchitado. Me he vuelto ciego al color de
la incertidumbre. Busco el confort en las cosas pequeñas: una sopa, un viejo
archivo de Word, viejas canciones.
Luego me pongo de pie y recuerdo que no debo recordar. O al menos debo de
generar más recuerdos. Las lagunas son extensiones del campo de la mente que
dejamos de cultivar y por eso se llenaron de líquidos estancos. Y entonces con
cierta reticencia me como una fresa con Nutella, me invento rutinas, me oculto
como un erizo de las luces, y pretendo que el solitario camino es reflexivo y
no simultáneo reclamo y pregunta abierta. Ese camino solitario lo he recorrido
muchas veces con mucha gente que, por sus ocupaciones más importantes, sólo
pueden acompañarme en un holograma desvanecido por las luces de una ciudad
dormida.
Llueve. Y
recuerdo esos días donde la lluvia, polisémica siempre, brindaba cobijo y
asombro. Esa lluvia que matizaba el paisaje churrigueresco que era mi vida.
Siempre atiborrada de piso a techo y de pared a pared de miles de pequeños
futuros. Me impresiona lo austero de mi actual existencia. Toda esa intensidad
la he resumido en pequeños placeres que trato de otorgarme de vez en cuando,
como pequeñas pasitas en la comida. Y todo sabe distinto. Antes necesitaba
neveras llenas de diversidad para combatir el tedio de la cotidianeidad. Ahora
soy más cotidiano y, emulando el efecto del vino sobre aquellos fastuosos
sabores, la capa de rutina que cubre mi diaria existencia aniquila ciertas
facetas y exalta nuevas. En verdad, las fresas no son mejores acá, sólo que la
experiencia del sabor es totalmente distinta. Jamás había notado tantos sabores
en una fresa.
Te he
entrevistado varias veces en ese camino solitario. Nunca respondes. Para ser
sincero, nadie lo hace y me apena terminar haciendo un monólogo un tanto
intenso que me avergüenza frente a mis imaginarios invitados. Pero incluso en
tales circunstancias me las arreglo para perder las discusiones. Termino entendiendo
muchas cosas. Como el por qué de mi presente. El cómo es que se juegan varios torneos
simultáneamente y no deberías perder en ninguno, sólo dar todo en todo momento.
Y que ese todo, es en realidad un supuesto. Lloro. A veces. Por todo lo que se
ha perdido, a veces desde el precámbrico. A veces lloro por no entender la
inmensidad de los ciclos cósmicos y la terriblemente insignificante avidez por
existir. Si aún existieras, te daría gusto charlar conmigo. Dentro de mi
exagerada tristeza, me he vuelto más sobrio y la misma intensidad de la
experiencia me ha hecho más ligero. Tengo temores nuevos, algunos que ni
siquiera he estrenado. Ahora extraño lugares de este lugar extraño. Sigo, en la
medida de lo posible, la realidad de los reportes reales que me traen noticias
de otras dimensiones. Nunca dejo de escuchar mi música de chavorruco. Pink Floyd. Pearl Jam. Cada vez entiendo más y entiendo
menos de la evolución. Platico con chinchillas. A veces no concuerdo con la
aseveración de que existimos en tanto que pensamos. Muchas veces pienso pero ya
no existo. David Gilmour, David Bowie, Dave Gahan (la importancia de llamarse David,
carajo). Naufragué y tuve una aventura al estilo de Life of Pi, pero mi tigre era un puma, se mató y fui rescatado por
delfines que remolcaron mi barquito hasta una isla con ajolotes de mar. Caifanes.
Tuve que inventarme platillos y dibujar mil mapas para salir del embrollo, y
regresar al lugar donde nunca había estado. Aprendí a seguir las estrellas y
olvidé la trayectoria de la luna. Ya no te escribo porque el cartero me dice
que ha cambiado tu cabello, y estas líneas van y vuelven. Te has vuelto una
invitada más de ese talk show de cada
madrugada, pues. Pero otros amigos, un saxofón entre ellos, aún me traen
noticias de ti y de todos ustedes. Camino sin los miedos de antes (entre ellos,
las cucarachas) pero el dolor de la soledad me parte las rodillas. A veces abro
los sobres con aquellas fotos color sepia de caracoles que perdieron su concha,
de instantes congelados en pantallas de cristal, de comida que prometía contar
historias. Más de una vez he visto la cara al universo, alguna de sus infinitas
caras, y pensé que seguro disfrutarías de ese asiento de primera fila, mientras
comentaríamos la inmensidad de la evidencia como espectadores en el cine. Al
final resolví tu acertijo. Y por esa razón estuve mareado un tiempo. Y ahora,
cada que dedico una mirada a las estrellas me pregunto si alguien allá también
lanzará pensamientos al espacio, a las estrellas, a nosotros, tratando de que
su Vianney reciba sus novelas.
Tras décadas de
existencia en esta roca, la tercera desde el sol, aprendes que todas tus
amistades terminan por irse. A veces otras entran. Pero cada vez llegan menos. A
veces algún murmuro estelar te habla de ellas. A veces deseas que ese murmuro te
traiga algunos átomos de esas personas, que los respires y se queden contigo
hasta el siguiente cambio de células.
Se me ha
terminado el tiempo por hoy y debo volver a la alegría de mi celda. And I went
down…
…swingin.