Por: Perro
puto, ta (Asoc.
Academias de la Lengua Española)
Quizá del lat.
vulg. *puttus, var. del lat. putus 'niño'.
1. adj. malson. U. como calificación
denigratoria.
2. adj. malson. U. c. antífrasis, para
ponderar.
3. adj. malson. U. para enfatizar la
ausencia o la escasez de algo.
4. m. y f. malson. prostituto.
5. m. malson. sodomita (‖ que practica la sodomía).
Adendum: Se denomina
puto a un platillo típico de la cocina filipina que consiste en un pastel de
arroz cocido al vapor.
No es una
situación de querer imponer una hipócrita política de comportamiento “decente”
en las tribunas cuyos cánticos siempre han estado asociados a mostrar el
irrespeto que se tiene por el rival. Ni siquiera se trata de apoyar a un
gobierno y al reclamo de una sociedad que ante el mundo se presentan
(falsamente) como combatientes de la homofobia y próceres de la equidad de
género, pero que en todos sus peldaños, casi impreso en sus huesos, tienen
expresiones de homofobia, injusticia y odio. No es que el término “puto” cause
escozor, ni siquiera a aquellos ultraconservadores que desean mantener en
privado lo que públicamente los mancha, los corroe, pero que en la seguridad de
su vida íntima sacan a relucir de vez en cuando. No es intención crear una cacería de brujas y pretender que con la
erradicación del mentado grito la sociedad
mexicana será ejemplar, funcional, educada, pulcra en su hablar y su
pensar.
Es la crítica a
un mexicano estúpido que, embrutecido por el aborregamiento absoluto, se lanza
al grito de “¡Puutooo!” con singular alegría, como desafiando a la autoridad, como
plantando cara a la imposición, pretendiendo que se libera de cadenas opresoras
que amarran lo más profundo de su identidad y se arroja al desfogue con un
sentimiento de camaradería y lucha por la justicia, por estandartes comunes a
su origen y su sociedad. Como si el aberrante sonido fuera símbolo de un grupo
de personas que retan a su pasado, a su condición, a todos sus fantasmas, y
demostraran, sin callarse, que unidos pueden hacer frente a un modelo injusto y
esta manifestación fuera sólo un acto más de subversión al cual invitasen hasta
al más apático a incorporarse y volverse visible en la masa justamente
amalgamada para resistir los embates del enemigo.
Pero no. Es
únicamente un grito emblemático de la carencia de identidad nacional, de la
ausencia de tejido social y de ingenio colectivo, que rezumban por entre las
gargantas ebrias de júbilo que al gritar ese “¡Puutooo!” quisieran ver sucumbir
al rival, presa de los nervios, profundamente ofendido por escuchar algo que
sólo tiene un significado ofensivo en un puñado de humanos en todo el planeta. Esos
mexicanos de ocasión, mexicanos de nacionalismo/patriotismo fácil y obtuso,
mexicanos de nombre, son los que gritan “¡Puutooo!” sin saber a qué hacen
referencia, mexicanos ignorantes, nimios, insulsamente insignificantes y
difícilmente trascendentes. Les hace gracia que el menor de edad aprenda desde
pequeño a ofender, a esconderse en la multitud, a burlarse cuando los
argumentos no son suficientes. Por si se careciera de algún elemento para
completar ese fatídico panorama, no falta quien desea confundir
el folclor con el papel que debe jugar la tribuna en el deporte y califica
de “atentado contra la afición” el intento de la FIFA por aniquilar la abyecta
costumbre. Sí, existen quienes protegen la expresión como parte de “la cultura
mexicana” y enmaraña una sarta de estupideces para defender lo indefendible. Si
se va a salvaguardar la expresión de la tribuna como integrante esencial de la “cultura”
en el estadio, entonces vamos a defender los rituales de intimidación o “presión
deportiva” que pueden llevarse a cabo en el inmueble, en sus inmediaciones, en
las redes sociales. Si en verdad queremos promover la expresión de nuestros
conciudadanos, hay que defender la voz de la sociedad cuando ésta se pronuncia
contra auténticos crímenes. No veo al reconocido antropólogo de la nota citada
con algún reclamo por el acallamiento de las manifestaciones políticas en los
estadios. No veo sus quejas por la intervención de la policía en el Estadio
Olímpico de CU cuando la gente del pebetero expresó su descontento por la
imposición mediática del limitado Peña Nieto, o cuando las mantas y pancartas
se unieron a la protesta de una minoría que pide justicia en el caso
Ayotzinapa.
No veo por qué
un recinto universitario debería de gritar “¡Puutooo!” cuando tienen modos más
innovadores, ingeniosos, incluso más severos, que ese lamento falto de
imaginación. No veo por qué la afición mexicana se deba distinguir de las de
otros países por berrear “¡Puutooo!” en un estadio cada que el balón abandona la
cancha. A Pavlov le hubiera causado curiosidad el condicionamiento imperante
que causa la desdichada salida del esférico. Que al fútbol dominante le cause
dolor no es razón para quitar el grito. Ese fútbol de McDonald’s, Coca-Cola y BBVA no merece el respeto que la afición
pueda profesar al abandonar su cántico. La razón del desencanto es que el
mexicano tenga tan poco de qué asirse que se entregue al infame alarido ante la
falta de elementos de identidad, de orgullo, de colectividad. Es deplorable ver
que la razón por la que se une la sociedad es para tratar de denigrar a otro
ser humano y no para evitar que su gobierno lo denigre. Protesta para que veneren
su “folclórico” ser, su expresión de “mexicanidad”; protesta para que le
reconozcan sus derechos de expresión, pero se calla ante el gobierno, ante el
duopolio televisivo, ante los manipulados medios masivos. Se arma de valor para
gritar en el anonimato y se hace ínfimo ante el injusto opresor. Se vuelve
valiente por usar un término comúnmente peyorativo, pero de esa acción exige
respeto. Se cree imponente, revolucionario, poderoso, ante la FIFA, pero se
muestra cooperativo con la corrupción, con la inequidad, con el gobierno y con
su propio compinche que le grita “¡Puutooo!” a su cara todos los días, cada que
lo asaltan, cada que paga un nuevo impuesto, cada que sufre un nuevo
reglamento, cada que alteran las “elecciones populares”, cada que el taxista
cobra con el taxímetro alterado, cada que la burocracia le roba horas de su vida,
cada que se paga una mordida, cada
que el microbusero, el patrullero, el asesino, el oficinista
delincuente, el gobernador, el presidente municipal, el secretario, el
diputado, el senador, el repartidor de despensas, el funcionario público, el de la tiendita que manipula los precios,
el vendedor del tianguis que le pega
metal a la base de la báscula para que marque más, el que cobra A y entrega B, el que tima, el que engaña, el que saca ventaja desleal, el que manda levantar, el que secuestra, el que
mutila, el que viola, el que adultera, el que compra pirata, el que vente pirata,
el que apalabra, el que amaña la competencia, el que actúa con dolo y alevosía,
el que hace todo lo posible por trabar al otro, porque si triunfa, me hace
quedar como pendejo y en vez de ponerme a trabajar, mejor que nadie trabaje. Es
la expresión que pone en manifiesto que en este país, el que se apendeja, el
que sobresale, el que me lleva al baile,
al que me llevo al baile, el mejor,
el peor, todos, todos los que no son yo, todos son putos. Y es deleznable que
se defienda la tesis de que el folclor implícito en la expresión sea marca de
la mexicanidad, cuando al menos un puñado de acciones podría ser mejor etiqueta
ante el mundo, ante nosotros mismos, de lo que significa ser mexicano.