Por: Perro
De cierta
forma, siempre ha sido así. Pero no, nunca antes como ahora. Puedo recordar las
mismas sensaciones que se agolpan en mi memoria una y otra vez, con distintos
sabores, con distintos matices, pero no con las miradas de ahora. Ese momento
al borde del abismo, vulnerable, libre, insignificante y actor único de ese
instante. Domado y desbocado, alegre y sumido en la más profunda depresión, el
principio y otro final y una nueva trama qué contar. Todo a punto de suceder, y
nada más qué esperar después. La cotidianidad que abruma y protege deja absorto
ante el universo de posibilidades. Y todas ellas pueden matarse con la
indecisión y la apatía. Acaso algunas sobrevivirán si se comienza a andar el
camino.
La desesperanza
del recuerdo vago de aquel miedo –otrora invencible, o al menos eso parecía-
ante la página vacía y retadora, ante el trayecto no andado e invisible por la
bruma de la duda y lo perecedero de la existencia. Hoy, la página ya está llena
de sentencias que en su momento fueron cálidas ideas, juguetonas todas ellas,
sin saber que a cada trazo se escribía el antecedente necesario del panorama que
recién descubro. El camino tiene las huellas marcadas… unas apresuradas, otras
apenas visibles, otras parecen haber sido tatuadas en el pasado como si no se
quisiera dar ese paso, como arrastrando la vida y sus recuerdos, como no
queriendo dejar ese paraje. Hoy ya sé lo que es el camino. Y la hoja no vacía.
No busco
caridad ni franco desahogo en la acción de compartir este trecho del viaje.
Pero a veces interesa platicar con el confiable desconocido, el taxista, el
cantinero, el lector anónimo, y saber que el emisor tiene quién le escuche, o
le lea. Sin casualidades ni destinos, no queda más que culpar por el sendero al
senderista mismo. Y esa batalla, la más sincera, la más honesta, es también la
más difícil de librar.
Ante mis ojos, el
espíritu hambriento, con odio, con ternura, con tremenda tristeza, con euforia,
coraje, el demonio de cien mil cabezas pelea consigo mismo cercenando los
cuellos que sostienen las vasijas menos agraciadas, como si quisiera dejar
detrás tanto equipaje, y conforme tira las cabezas, éstas se aferran cual
cadenas y grilletes, y le dejan inmóvil, apenas capaz de seguir su cacería. Pero
no estamos solos. Este dragón y yo, entablados en la escena de elecciones peligrosas,
tenemos de fondo innumerables dragones y sus pasajeros, dragones que se mutilan
a sí mismos y que hacen hervir la sangre de cuanto espectador puede contemplar
algo más que su propia pista. Este reacomodo de cabezas no tiene mayor fin que
el fin mismo. Cuando la última cabeza, victoriosa, se ha despojado de todas las
demás, incluso de aquellas que le apresaban, ha dejado de pelear. Ya no queda
nada más por hacer. Y entonces muere. ¿Es, acaso, menester para vivir esta vida,
no dejar de pelear jamás? ¿Qué hay de la promesa, la paz en el pórtico, la
limpieza en el ático, la siesta después de la comida? ¿Qué pasa con el dragón,
cuando quedas dormido, tan profundamente que es imposible siquiera recordar su
aliento en sueños?