Por: Perro
Fue uno de los funerales más épicos (si se me permite la expresión) que
jamás haya vivido. Era una luchadora. Una auténtica guerrera. Ni el cáncer, ni
su padecimiento obstructivo crónico de las vías respiratorias, ni la muerte de
su marido en un momento clave, fueron capaces de quebrarla. Pero esta semana,
su corazón decidió que ya no más. Camelia y yo nos tomamos de la mano cuando
nos trajeron sus cenizas. No tenía hijos, pero tenía tantos alumnos que sus
familiares eran superados por una proporción de 9:1. Parece ser que la gente
con la que compartía más genética no entendía de dónde salían tantas lágrimas
de esa anciana aburrida, que no
hablaba en las reuniones familiares más que de premios, tesis, publicaciones y
congresos. Cuando iba. El séquito de desconocidos
compartiendo historias y sollozos parecía interminable. Más de un sobrino tuvo
que rectificar la sala de velación al no reconocer a nadie inmediatamente
después de entrar al recinto.
Es muy difícil vaciar una casa llena de tantos recuerdos, de tantos
logros, de tantas vivencias. Al llegar, su doctorado Suma cum laude fue lo primero que se vislumbró por entre los juegos
de luces y sombras que el atardecer plasma momentáneamente en las paredes de su
antiguo recinto. Poca familia –no puedes llegar a los 69 años con tanta
historia y suficiente cariño de hogar- arribó para llevarse las cosas menos
valiosas: sus joyas, un automóvil que prácticamente no usaba, una colección de
libros antiguos, un boceto de Cézanne –nunca supimos cómo se hizo de él, pero
sospechamos que fue una aventura en París-, un par de carpetas con datos de
bancos para sacar el frío dinero. Camelia se acercó a la repisa del pasillo que
llevaba a su habitación y tomó un álbum de fotografías: fue entonces que nos
percatamos que habíamos vivido demasiado.
No sé cuántas botellas de vino rosado espumoso habremos bebido con ella;
botellas de tequila, botellas de ron. Creo que hasta botellas de anís. No pocas
veces masticó tabaco. Un verano al
comienzo de la década de los 70 nos llevó en un viaje express a Veracruz.
Llegamos al atardecer, brincamos del malecón y rodamos por la arena hasta unos
5 metros del mar. Mientras contemplábamos el océano, de la nada, sacó un par de
cigarrillos de marihuana. ¿Dónde los guardó? Nunca supimos. Esa noche acabamos
bebiendo con un grupo de canadienses del que tuvimos que escapar al día
siguiente cuando una de las chicas notó que su novio había pasado la noche con
Anna y conmigo.
Siempre estuvo en su camino Raúl, quien tuvo la imprudencia de morir
demasiado joven. Anna y él llevaban cuatro años de casados, cuando un día no
regresó más. Fue terrible. Acompañamos a Anna al SEMEFO a reconocer el cadáver.
Lo baleó un policía ebrio por rebasarlo y se estrelló contra un muro; todavía
estaba vivo cuando lo remataron a balazos. Le vertieron mezcal encima para
argumentar que estaba borracho. Los policías no requirieron más que su
explicación para no sufrir de ninguna consecuencia. Desde esa madrugada, se
volvió más seria, pero nunca perdió ese carácter libre y desenfadado. Sólo odiaba
a la policía, en especial a los tamarindos.
Aún después de su partida, no dejó de ir nunca a los lugares que
frecuentaban: bares, cafés de esquina de los vecindarios exclusivos –que ella
odiaba-, y todos los años invariablemente pasaba la transición otoño-invierno
en el zócalo. Alguna vez la abordaron mientras bebíamos en el Río de la plata, con la finalidad de
hacerle una entrevista. ¿Qué respondió? Pregúntales
a mis acompañantes: si no te pueden responder por mí, no deberían estar en esta
mesa. Esto bastó para ahuyentar al curioso.
Siempre fue apreciada su belleza. Tuvo al menos dos docenas de novios, y
un par de novias. Cuando obtuvo su grado de investigadora titular, nos fuimos a
festejar a Coyoacán. Ahí, en compañía de una cada vez menos numerosa comitiva
académica, se fue transformando el vino en champaña, la champaña en cerveza, la
cerveza en tequila y el tequila en mezcal. Lástima de festejo en martes. El
miércoles se presentó en el auditorio principal de la Unidad, y no bien terminó
la presentación de su plan de trabajo, salió corriendo-tambaleándose hacia el
baño. El triste baño. Un mal arquitecto decidió ubicarlo a dos metros y medio
de la salida del auditorio, donde un estrepitoso festejo salió tan pleno, tan
desinhibido, que la audiencia entera se estremeció. Regresó como pudo, subió al
estrado y dijo: para quien no haya estado presente anoche, ¿alguna pregunta?
Sin embargo, ese lado romántico cada vez era menos conocido. Sólo
quienes vivimos a lo largo de su camino lo conocimos cabalmente. Pero era una
mente prodigiosa. Respetada, incluso venerada, nunca se portó como una diva,
como una rockstar. Y una semana antes
de morir, dijo: “Pues esta fue mi vida, pésele a quien le guste, gústele a quien le
pese. Para mí que este cardiólogo me va a matar. Como sea, me vaya hoy o dentro
de diez años, me tenga que retirar de la profesión o de la vida, no pienso
regresar. Y háganle como quieran. No me recuerden, déjenme descansar”. Lo
siento, te quisimos tanto que no te podemos dejar ir. Ya no te puedes quejar,
tus apacibles cenizas no repudian el relato. No regresarás, porque nunca te
fuiste. No te fuiste pero no podemos encontrar tus litros de lágrimas, tus cajas
de cabello, tus voces, risas y gritos; fallamos al buscar esos minutos, horas,
días, que cantabas, insultabas, amabas o despreciabas. No vemos dónde
escondiste los errores, los aciertos, la inmensa alegría y el desconsuelo. No
supe dónde buscar tu ausencia. Mueres hasta que tus acciones dejan de hacer eco
en la existencia de alguien más. No sé cuándo morirás.
EPÍLOGO
Hace cuatro años que te tuve que ver partir. Siento el dolor de la aguja
que bombea su esfuerzo por mantenerme con vida. Camelia no pudo venir. Qué
bueno. No quiero que me vea así. Hace tres semanas que no puedo comer más. Extraño
cagar. De pronto vienen a mí imágenes de momentos que terminan y se fugan y no
regresan, ¡ah! Pero qué bien saben. Nunca pensé conocer Houston así. Es el
mismo desfile: alumnos, amigos de carrera, colegas, todos vienen a despedirse.
Camelia nos tuvo que ver partir. Ojalá ella estuviera aquí. Ojalá yo estuviera
aquí. La transmutación de humano a recuerdo-fantasma es tan poco creíble… cada
manguerita, cada cable, cada dolor que inicia y muere con el analgésico, cada
uno de estos eventos te hace menos ser vivo, y más ser cósmico. Creo que es mi
última tarde, en el ocaso de mi vida. Hora de partir. Empaco mis mejores memorias,
me pongo mi mejor actitud y me desprendo de todo lo que nunca fue mío. No dejo
nada pendiente, pues no pienso regresar.